HERBERT WILLIAM MULLIN | El asesino de la Salvación

A los tipos como yo se nos suele acusar de que somos ajenos al Bien y el Mal. Están muy equivocados. Les aseguro que pienso en esos conceptos constantemente, aunque también he de confesarles que de momento tengo más dudas que certezas.

    ¿Qué significa hacer el Bien? Si respondiera que es hacer aquello que va en mi beneficio, seguramente sería tachado de egoísta; si, por el contrario, dijera que es hacer aquello que va en beneficio de los demás, su consideración respecto a mi persona sería más positiva. Por tanto, parece que el Bien es un concepto que depende más de quien recibe los efectos que de quien realiza las acciones.

    Desde ese punto de vista, el tipo del que hoy les voy a hablar bien podría ser considerado casi un santo.

    Señoras y señores, soy el señor López y les presento a...

HERBERT WILLIAM MULLIN

Hoy me he levantado preguntón. ¿Qué les parecería el acto de asesinar a un niño? No creo equivocarme si digo que el 99,9% de la Humanidad respondería que es la mayor atrocidad e infamia que alguien pueda cometer. Pero sigo preguntando ¿y si ese niño se llamara Adolf Hitler y con ello evitáramos el Holocausto? Aquí, me temo que el porcentaje anterior bajaría bastante.

    Asesinar a uno para salvar a centenares de miles ¿es un acto de bondad o de maldad?

El niño que tocó el Sol

Normalmente, la fecha de nacimiento dice pocas cosas de una persona, salvo quienes crean en el horóscopo. Es el primer dato con el que se suele comenzar una biografía, aunque a los lectores les suela pasar desapercibido. En esta ocasión les pido tomen buena nota. Herbert William Mullin nació el 18 de abril de 1947, a las 6:06 h, en Felton (Santa Cruz County).

    Sus padres le ofrecieron la infancia que cualquier niño perteneciente a una familia de bien merecía. Bien atendido, educación con sólidos valores morales —en este caso católicos— y disciplina. Herbert recibía sus regalos por Navidad y su madre, Jean, le preparaba amorosamente su pastel en cada cumpleaños. Su padre, Martin —que trabajaba en la oficina de correos, pero que había sido marine en el ejército—, también lo aficionó a los deportes y, como todo buen padre del país del Tío Sam, le enseñó a manejar armas de fuego.

    A todo ello, Herbert respondía siendo un niño ejemplar y estudiante modelo. De hecho, en una encuesta en su instituto fue reconocido como el alumno con el futuro más prometedor. Con ese currículum era un reclamo para sus compañeras adolescentes, aunque hasta para eso fue un ejemplo. Con dieciséis años solo había salido con una chica y, además, se ha había prometido en matrimonio con ella.

    Herbert quería ser un ciudadano ejemplar, alguien útil a la sociedad. Eso era lo que todos esperaban de él y él, por supuesto, estaba convencido de que iba a estar la altura.

    ¿No les parece que la historia empieza a ser demasiado empalagosa? Quizá sea el momento de introducir un conflicto, como recomiendan en los talleres de escritura. Y ese conflicto bien puede ser una muerte de la que Herbert no fue responsable.

    Uno de sus mejores amigos falleció en un accidente de tráfico. A esas edades, en realidad en todas, la muerte de alguien cercano provoca un clic, un sobresalto que nos hace ver que nada es eterno, que las cosas terminan. Para Herbert supuso algo más.

    En realidad mucho más.

Cuando Dios te habla, le escuchas

Tras la muerte de un amigo se sucede el velatorio, entierro, unos días de duelo y recuerdos que, gradualmente, se diluyen en el tiempo. Para Herbert supuso mucho más. Fue tal su desconsuelo que dispuso un santuario en su habitación con las fotos y objetos personales de su amigo. El problema fue la idea que comenzó a rondarle por la cabeza: ¿era amistad lo que sentía por él o era algo más?

    Dudar de la propia sexualidad no era propio de un ciudadano de bien. Era una mácula en su imagen que debía esconderse. Pero, ¿y si no lo conseguía? ¿Y si, en realidad, sus padres, su hermana, sus vecinos o el resto de compañeros de instituto se habían dado cuenta de eso?

    Y si resultaba que él, el chico al que todos auguraban el futuro más brillante, no fuera capaz de dar la talla.

    Nunca se sabrá si eso fue la causa o un síntoma más del proceso psicótico que comenzó a desarrollar. Tampoco si ese deterioro mental se aceleró por las drogas en las que encontró refugio de la mano de otro de sus amigos, Jim Gianera, que le surtía de marihuana y LSD.

    Años más tarde, su novia de entonces, diría que llegó un momento en el que sentía miedo a su lado, miedo a contradecirlo, a enfadarlo negándose a sus peticiones, lo que conllevaba rabietas e incluso golpes y manotazos contra ella. Ni qué decir que a sus padres tampoco se les pasó lo que le estaba sucediendo a Herbert.

    Sin embargo, para ellos, el problema solo era su adicción a las drogas y pensaron que eso se solucionaría apuntándolo a programas de desintoxicación que incluían ingresos en distintos centros psiquiátricos. Su hermana fue más perspicaz. En cierta ocasión, durante una cena familiar en la que estaba invitado su novio, observó que Herbert imitaba compulsivamente todos y cada uno de los movimientos de su chico. Si este cogía una cuchara, Herbert cogía una; si se limpiaba con una servilleta, Herbert igual; si se levantaba, tosía o bebía... su hermano replicaba cada acción. Esa noche, su hermana comprendió que Herbert no tendría ese brillante futuro que le auguraban.

    Herbert también lo sabía y eso le provocaba un dolor insoportable. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo era posible que el único futuro para alguien como él fuera el de cualquier chalado incapaz de lograr nada?

    Eso no podía ser posible. Dios, su dios, no podía tenerle reservado ese futuro de mierda. Él estaba llamado a grandes cosas. Él era un elegido.

    Solo debía descubrir la misión que Dios le había encomendado.

    Y la encontró en la fecha de su nacimiento.

El plan de dios

El 18 de abril de 1906, un terremoto en San Francisco provocó más de diez mil muertos. Una tragedia natural como pocas justo el día en el que él nacería cuarenta y un años más tarde. Además, ese 18 de abril, en este caso de 1955, fallecería la mente más privilegiada de la especie humana en el s. XX: Albert Einstein.

    Esos tres hechos no podían ser casualidad. Ahí se encontraba la respuesta a cuál era su misión, el importantísimo papel para el que había sido elegido.

    Comenzó a estudiar y analizar las tasas de mortalidad de distintas localidades. No solo eso. También las comparó con los datos registrados de fenómenos naturales desastrosos como huracanes, terremotos, volcanes y cualquier otro evento de la naturaleza capaz de sembrar destrucción y muerte. Dedicó días y semanas a escribir de manera compulsiva, a plasmar las ideas que se forjaban en su mente en miles de folios y hasta en las paredes del modesto piso en el que vivía. 

    Y encontró algo.

  En los años previos a cualquier desastre natural había disminuido la tasa de mortalidad en la población. Reflexionó que esa falta de muertes debía ser detectada por la Tierra y que esta decidiera tomar cartas en el asunto en pro del equilibrio biológico. ¡Eso era! Einstein, un elegido, también había descubierto esa verdad: solo manteniendo un cupo regular de muertes podía evitarse que nuestro planeta tomara represalias para equilibrar el orden natural. La muerte de Einstein no fue algo casual, si no un sacrificio consciente para evitar que murieran decenas de miles. Solo los elegidos como Einstein o el propio Jesús sabían esa verdad.

   Esa era su misión.

   Por esa época (1955-1975), la guerra de Vietnam estaba en su apogeo y Herbert pensó que las muertes allí producidas cumplían el propósito para evitar desastres como que, por ejemplo, un terremoto destruyera California.

   En ese momento no precisaba actuar. Pero debía prepararse para cuando la guerra terminara y la Tierra pidiera de nuevos sacrificios. Así que se apuntó a clases de boxeo, como en su día hizo su padre. Según el entrenador no tenía talento pero sí voluntad para aguantar las palizas que recibía y que lo prepararan para su misión hasta que al fin llegara su momento.

Trece

Y le dijeron: ¿Qué haremos contigo para que el mar se nos aquiete? Porque el mar se iba embraveciendo más y más. Él les respondió: Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará; porque yo sé que por mi causa ha venido esta gran tempestad sobre vosotros.

Libro de Jonás, versículos 11 y 12

Ya empiezan a conocerme y saben, y aprecian, que de tanto en tanto comparto mis reflexiones con ustedes. He leído que los expertos consideran que la superpoblación es uno de los mayores problemas a los que se enfrenta la Humanidad, que no es sostenible. En mi opinión, creo que la solución es muy sencilla. No hace falta ser Einstein, basta con saber sumar y restar, para darse cuenta de que solo existen dos soluciones: o disminuye la natalidad o aumenta la mortalidad.

    O lo uno o lo otro. Y continuando con mi digresión sobre el Bien y el Mal, entiendo que tomando como buena toda acción que solucione la superpoblación tendríamos este resultado: si nos decantamos por disminuir la natalidad, el hecho de tener hijos es algo malo; si lo hacemos por aumentar la mortalidad, cometer asesinatos sería algo bueno para ese fin. Ya sé que ambas opciones no son populares, pero yo no inventé la aritmética.

    Herbert Mullin se decantó por esa segunda opción. Terminada la guerra de Vietnam, había llegado su momento para el papel que Dios le había reservado. Él era el discípulo número trece. Y en honor a ello su primer sacrificio debería realizarse un día trece, para desgracia de Lawrence White.

    Lawrence era un entrañable anciano que el día 13 de octubre de 1972 cogió su coche, era un coche no tan viejo como el, pero viejo al fin y al cabo. Hacía tiempo que no lo llevaba a revisión y en un momento dado se gripó dejándolo en la cuneta de una carretera. Para los supersticiosos, ese hecho no hubiera sido más que algo propio del día de la mala suerte. Pero, ese día trece le tenía preparada otra sorpresa. Herbert circulaba por allí y lo vio. Paró a pocos metros de White que se encontraba con medio cuerpo bajo el capo intentando poner orden al motor de su vehículo. Se le acercó por la espalda con un bate de beisbol y entonces escuchó en su mente al anciano diciéndole: «Levántame y lánzame al rio. Mátame para que otros puedan ser salvados.»

    El anciano se lo pidió.

    Y el bate hizo el resto.

    A ese primer sacrificio para salvar la vida de cientos de miles le seguiría el de una joven universitaria días después. Estaba haciendo autoestop y tuvo la mala fortuna de que Herbert pasara por allí. En esta ocasión ni se bajó del coche. Con un cuchillo la abrió en canal y sus intestinos se desparramaron en el asiento.

    Tras su detención confesó que jamás logró limpiar completamente la sangre de la alfombrilla.

   A estas alturas, es posible que piensen que se trataba de un tipo enajenado, un trastornado mental incapaz de distinguir la realidad de la fantasía.

    Nuevamente se equivocan.

Padre, ¿por qué me has engañado?

La culpa la tienen ellos por llevarme a cometer estos crímenes.

Herbert William Mullin

Con el asesinato de esa joven algo debió pasar en la mente de Mullin. Quizá algún asomo de duda sobre el objeto de su misión. Esto suele suceder, cuando te das cuenta de que la sangre huele, que la víctima no cumple su papel tal y como habías fantaseado, o cuando experimentas el absoluto silencio que se produce una vez el asesinato se ha consumado.

    El caso es que acudió a la iglesia de Sant Mary’s en Los gatos, dentro del condado de Santa Cruz. Su intención era recibir el sacramento de confesión. Se desconoce el contenido de su conversación con el cura. Pero sí el desenlace. Parece ser que el religioso se le ofreció telepáticamente para ser sacrificado. En esta ocasión, le asestó una certera puñalada en el corazón.

    Ese tercer sacrificio parece ser que aumentó sus dudas y desasosiego. Quizá se había equivocado, quizá se sintió sucio y hasta engañado. Quizá su misión no era algo heroico. Y si no era eso, ¡¿qué horribles actos había cometido?! A partir de entonces, sus víctimas ya no serían fruto del azar.

    Su misión de salvar el mundo se convirtió en un acto de venganza justo cuando empezó la Navidad.

    Empezando por quien le introdujo en el mundo de las drogas.

   Jim Gianera, el amigo que le vendía marihuana y LSD, residía años antes en una pequeña cabaña situada en un lugar tan extraño como Mystery Spot.

Como ya empiezan a vislumbrarse las vacaciones de verano, permítanme un alto en la narración para recomendarles este curioso destino turístico. Espero que sepan apreciar cuánto me intereso por ustedes.

No me den las gracias. Herbert llegó a aquella cabaña adornada con las típicas luces navideñas y el correspondiente árbol del que colgaban guirnaldas y bolas de colores. Su amigo ya no residía en ella. Ahora vivía una joven madre, Kathy Francis, con sus dos hijos de corta edad. La mujer le facilitó amablemente su nueva dirección y regresó a sus tareas cuando Herbert marchó.

    Para esa ocasión tan especial, como era el reencuentro con Jim, se decidió por una pistola cuyas balas impactaron contra su amigo y contra la esposa de este. Luego regresó a Mystery Spot, donde Kathy quizá estuviera recogiendo los platos de la cena mientras sus dos hijos pequeños jugaban tranquilamente a las damas chinas en su dormitorio. Que Herbert fuera diagnosticado de esquizofrenia parece que no le impidió razonar que no era bueno dejar testigos. Ese día, la cuenta de sacrificios se elevó a ocho.

    Cuatro más se añadirían a la lista. Parece ser que Herbert tras esos asesinatos decidió perderse en la naturaleza exuberante del Parque Estatal «Henry Cowell Redwoods», quien sabe si arrepentido, atemorizado o absolutamente desorientado. En uno de sus paseos se encontró a  un grupo de adolescentes que estaban de camping en un lugar prohibido. Primero les ordenó que se marcharan; luego, los ejecutó como castigo a las burlas y mofas que los pobres incautos le profirieron. También se llevó el rifle con el que le amenazaron.

    Doce víctimas. Doce. A esas alturas, su cabeza debía ser un hervidero. ¿Era un salvador? ¿era un asesino? ¿o quizá era una víctima? Después de todo ¿no lo habían empujado entre todos? ¿Por qué la inepta policía no lo detenía? 

    ¿Hasta ese punto le obligaban a seguir matando?

    Solo la magia del número trece le detuvo. Concluyó que solo le faltaba un último sacrificio para alcanzar el número que cerrara el círculo iniciado el 13 de octubre de 1972. Así que otro día trece, el 13 de febrero de 1973 circulaba en su coche esperando que el destino le ofreciera su última víctima. Lo encontró en un jardín, en el que un anciano estaba regando sus plantas.

   Bajó del coche y le apuntó con el rifle que había robado a los campistas. Se lo tomó con calma para que los vecinos y demás conductores vieran su cara y tomaran la matrícula de su coche.

    Entonces disparó.

  Condujo durante un par de kilómetros más, hasta encontrarse con el control policial que estaba esperándole.

Herbert Mullin murió por causas naturales el 18 de agosto de 2022, a estas alturas imagino que este tipo ya habrá salido de dudas respecto a si fue un emisario de Dios o un asesino en serie.

Esto es todo por hoy, como siempre ha sido un placer volver a encontrarles y les espero de aquí dentro de unas semanas. Mientas tanto...

Sean muy felices y moderadamente malvados

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